Mi eterna compañera
- kwantland
- 6 ene 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 abr

Mi eterna compañera nació conmigo el mismo día y a la misma hora. Llegamos juntas para asimilar este mundo. Sin mi eterna compañera, las posibilidades de sobrevivencia se hubieran reducido al máximo. Gracias a ella entendí los peligros (algunos ciertos y otros imaginarios) y pude crecer.
No recuerdo cómo me hablaba cuando era pequeña. Imagino que solo estaba en alerta. Seguramente, si veía algo molesto, me alejaba. Si notaba incomodidad, me decía que llorara.
Luego, como un ordenador, fue acumulando registros para protegerme del futuro. Así, probablemente, fue que entendió que la oscuridad era peligrosa y que los ruidos fuertes eran señal de alarma (lo cual no siempre es cierto).
Mi eterna compañera se parece a otros eternos compañeros: los de familias y amigos. Todos tenemos un eterno compañero que vivirá con nosotros hasta el último de nuestros días. Esa vocecita que nos causa ansiedad, impaciencia, inseguridad, desconfianza, pero que también nos empuja a salir de nuestra zona de confort y nos aleja de amenazas (ciertas o imaginarias).
Lo complejo es cuando los eternos compañeros de todos se unen en un colectivo y toman el control; porque desde ahí, solo se puede generar caos. Cuando los eternos compañeros ansiosos, miedosos, deprimidos se unen, el colectivo se comporta de la misma manera, y entonces tenemos un mundo con las mismas características.
Los eternos compañeros son como un niño pequeño que necesita comprensión y amor. No podemos luchar contra ellos; solo podemos aceptarlos. Aceptar a nuestro eterno compañero como es, nos abre la puerta al amor incondicional.
Al sentir una emoción que no queremos —la ansiedad, la impaciencia, el enojo—, el querer evitarla la hace más grande. El amor incondicional inicia cuando vemos la emoción y la aceptamos: “te quiero aunque estés ansioso”; “te quiero aunque no quiera sentir lo que sientes”. Así empieza a sanar la relación con nuestro eterno compañero; así empieza a sanar la relación con nosotros mismos.
Al eterno compañero hay que aceptarlo y quererlo. Normalmente, sentimos la emoción, pero antes, nuestro eterno compañero dictó un pensamiento. A veces los pensamientos son tan rápidos que no los vemos y solo sentimos la emoción. Amanecemos y, en el primer microsegundo, estamos pensando en “todo lo que debemos hacer en el día”, así que cuando nos levantamos de la cama, ya estamos ansiosos o enojados.
Primero tuvimos el pensamiento en flash de “todo lo que hay que hacer”, y al segundo, ya estábamos ansiosos o enojados. El eterno compañero tiene la principal función de “protegernos” y reaccionar según acontecimientos del pasado. Así que, al levantarnos, siente la necesidad de ponernos en “modo sobrevivencia” y alertarnos sobre “todo lo que hay que hacer en el día”, para luego “protegernos” a través de la ansiedad.
Normalmente, al sentir la emoción (porque el pensamiento casi nunca lo vemos), queremos alejarla, así que nos distraemos con el teléfono o cualquier otra cosa, pero eso solo hace que la emoción se haga más grande. Lo que necesita el eterno compañero es atención y amor. Así que, en lugar de ignorar lo que pasa, debemos aceptar la emoción para dejarla pasar.
Este es un ejercicio de toda la vida, y hay quienes se mueren pensando que el eterno compañero es más grande que ellos mismos y nunca se dan cuenta de que habitan dos.
A todos nos “molesta” esa vocecita. Todos la tenemos. Todos tenemos pensamientos que quisiéramos “evitar”.
Algunos han tenido la suerte de nacer en entornos más agradables (física o emocionalmente), que hacen que la vocecita sea menos ruidosa; pero a otros les pasa lo contrario (por eso, no deberíamos juzgar).
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